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‘Otaberra’: crisis de realidad

Elisa Victoria vuelve al costumbrismo generacional para narrar en una novela que gana en el detalle la historia de una chica que se culpa de la muerte de un amigo

Otaberra
Retrato de la autora Elisa Victoria. Fotografía: JOAQUÍN LEÓN (BLACKIE BOOKS)JOAQUÍN LEÓN (BLACKIE BOOKS)

Renata, la protagonista y narradora (tras múltiples máscaras) de Otaberra padece una disonancia en su percepción del tiempo que es a la vez una incapacidad y, como en algunos superhéroes, un don: no puede percibir el tiempo presente. Se vive a sí misma desconectada del instante, sin “sentir verdadero contacto con algo”, pero con un “piloto automático”, una “memoria muscular” que ejecuta por ella buena parte de la vida cotidiana. Así, en el primer capítulo de esta novela, mientras da una conferencia de bioquímica, su especialidad, Renata se disocia: “Todo está ocurriendo menos la charla. Las palabras salen de su boca y su conciencia enterrada las percibe con asombro, casi con incredulidad, ¿cómo puede ser que el mecanismo siga funcionando, quién hay al volante?” No obstante esta conciencia, libre en un presente sin asidero, pero inconmensurable (incapaz de percibir la realidad como un objeto acabado), se mueve a sus anchas por el tiempo: de una manera obsesiva regresa a un evento traumático del año 1989, también se proyecta hacia el futuro e inventa voces desde las que hablar. E incluso regresa al pasado para revertirlo, para inventar lo que no sucedió. No se me ocurre una mejor definición de las cualidades y condenas de ser escritora. Tampoco de la capacidad de la literatura para curar esa profunda desconexión con el presente (y con nuestro sentido de la realidad) con que vivimos el tiempo. En este sentido, y perdón por la pasión “filosófica”, puede entenderse Otaberra como un libro sobre las encrucijadas (cualidades y daños) de las que es capaz la literatura hoy, en un tiempo de sobreexposición de la intimidad.

Otaberra es la tercera novela de Elisa Victoria (Sevilla, 28 años), después de su maravilloso debut Vozdevieja (2019) y de El evangelio (2021). Y también aquí están presentes algunas cualidades de Victoria que nos ayudan a aterrizar un poco esta reseña: personajes con un indudable aire tardoinfantil, inacabado, con una capacidad de distanciamiento de su entorno que los vuelve sagaces; y un gusto por recuperar ciertas épocas de la España reciente desde una perspectiva entre generacional y abiertamente costumbrista: la Sevilla post-92 en Vozdevieja; y el tránsito de finales de los ochenta al comienzo de los noventa en Otaberra.

La diferencia respecto a las anteriores es que los indudables méritos de este libro como sucesión de momentos de buena escritura se justifican torpemente como novela unitaria. En cierto sentido, Otaberra es peor “novela” respecto a las anteriores, porque quizá sus materiales no necesitaban serlo: de manera fragmentada contiene algunos de los mejores momentos de especulación y frescura de Victoria. Hay incluso un gusto por la dispersión (en los personajes y en las tramas) que hubiera resultado más convincente en un libro más abierto. Y es que la principal dificultad de Otaberra está en la estrategia unificadora: un relato emotivo, un singular pastiche emocional, parece justificar psicológicamente el “bloqueo” de Renata. En 1989 su mejor amigo, Eusebio, murió en circunstancias complejas de las que Renata se culpa. Están en los últimos años del instituto. Todo el pueblo de Otaberra rechaza a Eusebio, incluidos sus padres: es demasiado luminoso y sensible. No sigue el camino del resto. Sólo Renata es su amiga, aunque a veces se avergüenza de que los vean juntos. Entonces, volviendo una noche a casa después de beber en un bar lejos del pueblo, Eusebio le declara a Renata su amor. Ella se avergüenza: cómo van a estar juntos si todo el pueblo sabe que es “maricón”. Se separaran a mitad de camino, junto a una carretera. Esa misma noche, Eusebio muere. Para Renata será el fin de su sentido de la realidad: “La última vez que llore así, que experimente un sentimiento verdadero y tangible”.

Otaberra se decanta en su núcleo argumental por una obvia lectura psicologista: la desconexión de Renata nace de un trauma profundo, un único origen. Y se emparenta tanto emotiva como estructuralmente con el reconocible mundo de las series de televisión de target juvenil: los adolescentes que repudian “al chico más interesante del pueblo, el más atormentado”.

Renata, como hemos comentado, usa múltiples máscaras y salta en el tiempo. Inventa a dos narradoras que sobrevuelan muchas de las escenas como dos ángeles burlones: Beatriz y Rita, la prima adolescente de Renata y su mejor amiga. Son dos ficciones de la mente de Renata, que se atreve a narrar el futuro de una Beatriz cuarentona en un hermoso capítulo. Además, se nos muestran otros capítulos dispersos de la trama familiar: Renata con su madre en los años noventa e incluso con un “novio”, en un capítulo tan divertido como desconectado del resto. Inventa también Elisa Victoria (o quizá la narradora Renata) un gozoso y poco verosímil tono para unos ficticios diarios de Eusebio, donde la narradora es la propia Renata: una muestra de amor y un juego de espejos. E incluso, como he comentado, regresa al pasado para desrealizarlo. Una frescura estructural que Victoria, por si acaso, explica al lector poco atento cuando tiene ocasión.

¿No late detrás de toda esta dispersión, también formal, una excelente pregunta por la identidad que no necesita del pegamento psicologista? Renata se despersonaliza cuando descubre los diarios que Eusebio escribe como si fuera ella. Asimismo, su desequilibrio se acentúa “en público”, y estalla cuando es captada por el objetivo de una cámara. Cuando es fijada como imagen. Este es el tiempo que nos ha tocado vivir: existimos en tanto fijados por un público “objetivo”. Una sabiduría que está en la propia novela sin necesidad de inventarse una trama melodramática. Que es incluso más actual en su fracasada tentativa de unidad: el puro escribir reúne.

Portada de 'Otaberra', de Elisa Victoria. EDITORIAL BLACKIE BOOKS

Otaberra

Elisa Victoria
Blackie Books, 2023
188 páginas
21 €

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