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Escribir sin que se note

La última entrega de los diarios de Andrés Trapiello se tiñe de melancolía y desasosiego en un ejercicio literario espléndido que merece la ovación muda del lector

José-Carlos Mainer

Los nuevos títulos del Salón de pasos perdidos van decantándose por el laconismo sapiencial, tocado de conceptismo castizo: los recientes, Seré duda y Sólo hechos; ahora, Mundo es… Algo cambia también por dentro de esta buena costumbre anual: se hace más doméstico y pausado el paso del tiempo, se tiñe de melancolía lo que se aleja y de desasosiego la arribada del futuro, se hace presente la autonomía progresiva de los hijos y, de un modo más agorero, las aflicciones domésticas y las pérdidas familiares (tan importantes en este nuevo volumen). Quizá por eso, casi todo sucede en la casa de Las Viñas, que ya no es un escenario de refugio, sino el centro gravitatorio del que se parte. Que está visto con delicadeza y hondura, sin asomo de señorialismo patriarcal o de demagogia ruralista. Al lado de los lugareños admirables o divertidos, irrumpe también la brutal capea veraniega descrita con la tinta amarga del mejor Eugenio Noel.

Inevitablemente, el autor dialoga consigo mismo (en el espacio de los 10 años que distan los hechos de su escritura) y con sus críticos, ya sea acerca de su afición al “prologuismo” como perspectiva sentimental, ya sea sobre la presencia de la coterie literaria. Una y otra cosa han disminuido: se habla menos de la vanidad del oficio (aunque se haga en el entremés bufo sobre el Congreso de la Lengua, en Colombia; en una estancia en los cursos veraniegos de El Escorial, o en un día de firmas en la Feria del Libro) porque predomina la reflexión sobre los riesgos y venturas del menester de escribir. Las notas necrológicas son excepcionales por su equilibrio y su intensidad: la de Francisco Umbral, por ejemplo, tan ajustada y hasta compasiva; la de Fernando Fernán Gómez, tan cabal. Ahora importa más la creación in fieri y su disfrute. La estancia de unos guitarristas profesionales que hablan de su oficio, ensayan, compiten jugando “a despertarse unos a otros notas íntimas, casi ocultas”, es un momento ejemplar al respecto. Como lo es el encuentro y descripción de los libros que fueron la biblioteca del olvidado Pedro González Blanco, que se convierte en un repaso de fulgores menores de las letras hispanas del siglo pasado.

Tampoco faltan las lecturas más directas y, al propósito, las notas aÀ la recherche du temps perdu son agudísimas: “À la recherche son unos Essais con argumento”. O “La recherche es finamente mental, algo que no diríamos, por ejemplo, de novelas como La Cartuja o Ana Karenina”. Pero tampoco son de desdeñar las incrustaciones aforísticas (“el oso polar ha sido art déco miles de años sin saberlo”) que saben romper el ritmo en algún momento y que, a menudo, son profundamente autocríticas. Y el remate de Mundo es resulta memorable en su calculada simplicidad: no es fácil olvidar el titilar de las estrellas de invierno (que lo hacen “en nombre de la aurora”), ni menos todavía ese deseo (que, sin duda, es ya logro) de escribir sin que se note, de escribir como se respira. Un remate espléndido, con derecho a la ovación muda del lector.

Mundo es (Salón de pasos ­perdidos) (vol. 21). Andrés Trapiello. Pre-Textos, 2017. 444 páginas. 29 euros

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