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'Miss Dollar'

Para encontrar al verdadero gran narrador del siglo XIX en América, sin desconocer el innegable aporte de los argentinos Esteban Echeverría y Eduardo Wilde o el uruguayo Eduardo Acevedo Díaz, hay que salir del marco de la literatura hispanoamericana misma, e ir a buscar a un brasileño, Joaquín María Machado de Assis, que siendo considerado un fundador y un clásico de la literatura de su país, es largamente ignorado fuera del ámbito de su lengua. También lo fue en su tiempo, pese a ser el autor de novelas tan notables como Memórias póstumas de Brás Cubas y Quincas Borba, que no tienen parangón con las producidas en el resto del continente.Decir que la obra madura de Machado -mulato pobre nacido en 1839 en Río de Janeiro y muerto en 1908- es realista resulta básicamente exacto, pero no ayuda mucho a entender lo que en verdad encontramos en ella. El realismo hispanoamericano del XIX suele ofrecer una imagen del mundo objetivo -individual, social, histórico- limitado por dos prejuicios: el mimetismo ilusionista que pretende establecer una correspondencia entre el texto y la realidad misma, y la tendencia a usar el lenguaje de la ficción como una máscara para demostrar una tesis u opinión ideológica. A Machado esos esfuerzos le tenían sin cuidado: le interesaba la realidad pero no se esclavizaba a ella; no quería probar nada, sino presentar conflictos que revelaban algo valioso, dramático o cómico respecto de los hombres y la sociedad en que vivían. Algo que nos hacía ver precisamente que todas nuestras ideas preconcebidas, los valores morales y los sentimientos nobles que creemos defender, no son siempre lo que parecen; es decir, que la verdad es siempre otra y que la vida nos plantea situaciones para las cuales no estamos preparados, pero que son precisamente las que debemos resolver.

Machado escribió novelas, poesía, teatro y cuentos; como cuentista es un verdadero maestro. Otra vez, es difícil, si no imposible, encontrar entre los cuentistas hispanoamericanos (por lo menos hasta que no llega Horacio Quiroga a comienzos del siglo XX) un mundo de imaginación que se le pueda comparar. Quizá eso se deba a que los autores que leyó Machado (Lawrence Sterne, Dicikens y otros novelistas ingleses) tampoco eran los más influyentes entonces. Además de sus novelas, yo conocía algunos de sus libros de relatos: Papeles sueltos (1882) e Historias sin fecha (1884), aparte de una amplia antología de sus Cuentos, publicada en 1978. Pero, aunque aparecía en este último libro, sólo muy recientemente leí el cuento Miss Dollar en una breve selección titulada Las academias de Siam, traducida por el poeta mexicano Francisco Cervantes, un apasionado de la lengua literaria portuguesa. No vacilo en decir que considero Miss Dollar un cuento extraordinario, uno de los más notables que haya leído jamás, en cualquier lengua.

Aclaro que es un cuento muy temprano de Machado: pertenece a su libro Cuentos fluminenses, de 1869, su primer volumen narrativo. Eso hace más meritorias sus excepcionales virtudes. El narrador comienza alargando la expectativa creada por el título: "Sería conveniente para la novela que el lector permaneciera por mucho tiempo sin saber quién es Miss Dollar". Jugando abiertamente con la curiosidad del lector, hace una digresión, de tono ligero, sobre las posibilidades que tiene como narrador y creador del personaje; dos páginas más adelante, revela su secreto: Miss Dollar no es su personaje principal (para mantener esa misma curiosidad de los que no han leído el texto, callaré su verdadera identidad), sino otros, ligados por el incidente que Miss Dollar ocasiona: el doctor Mendoza, médico y soltero, y Margarita, una hermosa joven de familia adinerada. El casual encuentro establece entre ambos un tipo de relación especial, en el que la gratitud, la generosidad y el puro azar están mezclados. Pronto Mendoza confiesa que está sentimentalmente interesado en ella y que quiere conquistarla; Andrade, un cínico amigo suyo, le advierte que la empresa no será nada fácil, pues ella ha rechazado ya a cinco pretendientes. Por cierto, saber esto no hace sino excitar más el interés de Mendoza, que razonablemente afirma que ella los rechazó porque "no amaba a los pretendientes". Y cuando ,el mismo amigo le informa que Margarita es viuda, el galán concluye que ella "quiere serle fiel al finado" y que todo es cuestión de tiempo para ser aceptado. Su decepción es grande cuando comprueba que la viuda, sin dejar de serle cordial, se mantiene inconmovible. Tras varios meses de asedio y viendo que su cortejo no avanza un ápice, Mendoza decide atacar directamente su objetivo: le escribe una carta confesándole su amor.

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Es necesario hacer aquí un paréntesis porque el lector debe tener ahora la impresión de que ésta es otra versión de la típica historia de amor mil veces repetida por la novela del siglo XIX. Lo es, pero lo importante no es eso sino el modo siempre sagaz en que Machado la presenta. Más que un narrador, aparece como un cómplice de su propia historia, facilitándole coartadas al protagonista y colaborando en su empeño, pero también como un testigo distante, capaz de crearle dificultades adicionales y de hacernos notar que su afán amoroso tiene algo de insensato y quizá de catastrófico. Es la sinuosa relación entre el narrador y su texto lo que hace de él una experiencia inolvidable y distinta de todas; son las insinuaciones y las pistas, falsas o verdaderas, que Machado va tendiéndonos lo que convierte al relato en una aventura cautivante que compartimos con sus protagonistas.

Las sorpresas se acumulan y acrecientan la tensión, a tal punto que tenemos la sensación, como lectores, de que los tropiezos de Mendoza son nuestros, que estamos empeñados en su misma causa y corriendo sus mismos riesgos. Por ejemplo, nos enteramos por Andrade que las cartas fueron precisamente "el certificado de defunción del amor" de los anteriores pretendientes y que ella no contestó ninguna; pero, pese a ese pronóstico, la viuda contesta, aunque su respuesta es una terminante prohibición: "No le perdonaré que me escriba de nuevo". Lo que sigue es una sorpresa todavía más grande: desafiando toda prudencia, Mendoza insiste y le escribe una segunda carta: la viuda se la devuelve sin abrirla.

Insistiendo en otro acto irracional, una noche el médico dirige sus pasos a casa de Margarita para espiarla. Su gesto es absurdo y gratuito, inexplicable incluso para él y da una idea del grado de locura que su pasión ha alcanzado. El desastre sobreviene cuando ella lo descubre escondido en el jardín e interpreta su acto como un intento de comprometerla ante los vecinos y así forzar su voluntad; avergonzado y arrepentido, Mendoza parece haber incurrido en el error imperdonable. Pero la historia, en uno de sus impredecibles giros, nos ofrece una nueva sorpresa: la propia tía de Margarita viene a revelarle que ella está enamorada de él, que su rechazo tiene que ver más con una desconfianza por la codicia que despierta su fortuna, que con sus sentimientos reales. El encuentro final es una escena memorable: aludiendo al episodio nocturno, ella comienza diciéndole que ahora "nuestro matrimonio es inevitable". Esa palabra -inevitable- hiere a Mendoza, que ahora intenta su venganza: acepta el matrimonio, pero no por amor, sino por amistad y caballerosidad. La boda se convierte así (dice el narrador) en "el preludio del más completo divorcio". Pero reservándonos la mejor sorpresa al último, Machado nos ofrece un happy end cuya ironía es aleccionante: pese a las amenazas y rencores, todo acaba bien porque el tiempo es más sabio y perdona más fácilmente que los hombres.

Dos cosas me impresionan en este relato: por un lado, la hondura de los variados análisis psicológicos que hace Machado en cada una de las instancias por las que evoluciona la situación, lo que demuestra su don de observación y su arte para comprender incluso lo incomprensible; por otro, el finísimo humor, el delicado velo cómico que el drama echa sobre sus altibajos, sus golpes de fortuna y desdicha. Solemos decir que el corazón es impredecible y que tiene razones que la razón no entiende; este cuento lo demuestra con un raro encanto y convicción. Esa revelación humana se apoya en una impecable composición artística que, trabajando con todos los lugares comunes y las convenciones de la narrativa amorosa de la época, supera y burla sus leyes. Permitiéndose todas las transiciones narrativas que le vienen en gana, pero casi sin dejárnoslas sentir (aunque él mismo las anuncie con un gesto travieso), Machado adopta alternativamente la posición del narrador-cómplice, el narrador-testigo y el narrador-objetivo que, sin comprometerse ni perder su distancia, sonríe, sufre, castiga y salva a sus creaturas, igual como haría la vida con ellas. Difícil encontrar alguien, en América y en ese tiempo, que supiese decirlo con mayor gracia y validez artística que Machado de Assis. Hay que redescubrir a este viejo maestro brasileño: es, en realidad, un autor de nuestra época.

José Miguel Oviedo es crítico literario, ensayista y profesor de Literatura de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos.

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