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Bellocchio reconstruye la trágica historia del asesinato de Aldo Moro

Se agolpan las películas en el tramo final de una Mostra mal organizada

A Marco Bellocchio suele acompañarle el escándalo. Le gusta llamar la atención con estridencias y gestos de provocación, pero esta vez ha traído a la Mostra una película serena y, aunque bastante arriesgada, buscadora de concordia. Tiene un magnífico título, Buenos días, noche; y reconstruye desde dentro -desde la casa romana donde se escondieron los cinco oficiantes de esta tragedia histórica de fondo delirante e indescifrable- los críticos días de 1978 en que el presidente del Gobierno italiano, el demócrata cristiano Aldo Moro, fue secuestrado y posteriormente asesinado por un comando de las Brigadas Rojas. El debate entre los secuestradores, y entre el político y éstos, ahora que sabemos que estaban íntimamente divididos sobre la espeluznante balanza de si se le mataba o si se le dejaba vivir, se abre y de su abyecto misterio surge por fin un hilo de luz.

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Parece que a Marco Bellocchio se le han calmado las ganas de ser el ombligo de la película, y esta vez da una opción sincera a los personajes. Asistimos en silencio a las consecuencias del secuestro por un comando de las Brigadas Rojas del hombre más importante de Italia en aquellos momentos. Ocurrió el 16 de marzo de 1978 y la pantalla, con unos pocos planos introductorios y preparatorios de lo que viene, muestra la llegada a la casa de unos jóvenes que arrastran, tensa y apresuradamente, el pesado baúl donde trasladan anestesiado al presidente del Gobierno de su país a la que va a ser su celda y su madriguera los próximos 55 días, hasta el 9 de mayo: una angosta "cárcel del pueblo" incrustada entre la doble pared de la biblioteca de la casa.

Arranca de ahí la película y, con ella, despega gradualmente un sórdido debate a media voz sobre qué hacer con aquel hombre a la luz de los códigos no escritos de la conquista del poder mediante el terror (es un decir) revolucionario, que fue el delirante itinerario dialéctico adoptado, en forma expiatoria casi eclesial por el grupo de las Brigadas Rojas en sus tercas y turbadoras discusiones internas sobre las fantasmales fronteras de la política y la moral. La penetrante cámara de Marco Bellocchio no sale nunca de ese cerco y nos encierra con ella en él. Lo que, tras el secuestro del presidente Moro, ocurre fuera de la casa lo percibimos fugazmente en miradas de soslayo a la televisión, que devuelve como un eco a aquel ámbito viciado las figuras, que parecen de otro mundo, del papa Pablo VI, de Amintore Fanfani, Giulio Andreotti, Bettino Craxi y otros gallos del enorme gallinero en que se vio convertida de la noche al día la política italiana tras verse decapitada.

El debate crece en intensidad con el avance del relato dentro de esos críticos 55 días de la historia de Italia, en que vamos conociendo con cada vez mayor precisión -pues están abocetados por Bellocchio con notable sentido de la gradualidad- la no uniformidad de los rasgos del carácter del grupo, las trastiendas subjetivas de cada miembro. Todos están atrapados por la idea de la objetividad del impulso que les mueve, pero en ninguno esa idea configura un hilo de conducta equiparable al de los otros, sino que crea entre ellos recíproca disparidad de respuesta a la misma interrogante, que es si hay que matar o no a aquel hombre que tienen secuestrado. Y Bellocchio entra así en territorio de gran nobleza dramática, en la construcción de unos individuos en conflicto consigo mismos, que el 9 de mayo de ese año sacarán de la casa a Aldo Moro para matarlo, mientras dentro una mujer miembro del comando sueña que se lo llevan para dejarlo en libertad en las calles abiertas de la madrugada romana. Es este trato, en clave de hombre común a un terrorista, lo que puede abrir Buenos días, noche la caja de los truenos que habitualmente se abre, porque así él lo busca, en los estrenos de Bellocchio. Pero no parece probable. La Mostra, su público de informadores, cinéfilos y profesionales del cine, es una conjunción de todas las tendencias y sensibilidades imaginables, y recibió con una larguísima y unánime ovación este filme generoso y autoexigente, que convoca a que veamos como hombres comunes, no monstruos, a personas que dan salida a sus ideas en actos no comunes, monstruosos. De ahí que los registros realistas sean tan vivos y creíbles en Buenos días, noche. Tan es así que se adueñan de una pantalla tenebrista, con aire irreal y que remueve las cenizas de un acto de terror todavía indescifrado, ante el que la vida política italiana se sintió tan perturbada que aún no ha sabido cerrar la herida.

Bellocchio -que se ha documentado minuciosamente e incluso ha conocido frontalmente, cara a cara, a tres de los supervivientes, sobre todo a la mujer, Anna Laura Braghetti, autora del libro El prisionero, que desencadenó la película- aporta más luz a aquel terremoto político que El caso Moro, de Giuseppe Ferrari, que interpretó el gran Gian Maria Volonté; y, más recientemente, La plaza de las cinco lunas, de Renzo Martinelli. Y otra vez el cine se convierte en Buenos días, noche en vehículo de llegada de una nueva y necesaria reconstrucción por la inteligencia de Italia de abismos de su pasado, como éste del asesinato de Moro en 1978; y, más atrás, la matanza en 1947 de Portella della Ginestra por un comando de carabineros terroristas a campesinos sicilianos comunistas que nos llegó el otro día en las imágenes de Secreto de Estado.

Marco Bellocchio, entre los actores Maya Sansa y Luigi Lo Cascio, en la presentación en la Mostra de su película <i>Buenos días, noche.</i>
Marco Bellocchio, entre los actores Maya Sansa y Luigi Lo Cascio, en la presentación en la Mostra de su película Buenos días, noche.EFE
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