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Tribuna
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El juego de Putin con culturas y fronteras

En el año del 30 aniversario del fin de la URSS un artículo del presidente de Rusia plantea la cuestión de lo que significa hoy para el alma rusa como pérdida territorial, en especial en lo que se refiere a Ucrania

Pilar Bonet
Putin Rusia
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El presidente de Rusia aborda a su manera el 30 aniversario del fin de la URSS que se cumple el próximo diciembre. Vladímir Putin considera la disolución de aquel Estado como la explosión de una “mina de acción retardada”, siendo la “mina” el derecho a abandonar la Unión Soviética, que las 15 repúblicas federadas integrantes de aquel país poseían en virtud de su Constitución y de su tratado fundacional (Tratado de la Unión de 1922).

Ya en 2005 Putin calificó el fin de la URSS como “la mayor catástrofe geopolítica” del siglo XX, pero el tema, y sobre todo Ucrania, ronda en la cabeza del presidente hasta hoy. En su artículo Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos recientemente publicado en la página del Kremlin, Putin considera a Ucrania como “una criatura soviética” formada “a costa de la Rusia histórica”. Tanto en su texto como en unas apresuradas explicaciones sobre el mismo (en forma de entrevista, también en su página oficial), el presidente trata al vecino eslavo como el instrumento de una plataforma occidental contra Moscú (la “antiRusia”), cuyas raíces sitúa en el siglo XVII.

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Ignorando todos los acuerdos bilaterales y multilaterales que obligan a Rusia a respetar la integridad territorial de Ucrania, Putin llega a sugerir que este país debería ser reducido territorialmente a lo que era cuando se firmó el tratado de la Unión. El enfoque es selectivo y preocupante, pues el mapa del continente euroasiático en 1922 era distinto al de hoy y no solo en Ucrania. Kazajistán, independiente desde 1991, era por entonces parte de una autonomía en el territorio de Rusia y existía también una federación de la Transcaucásica (entidad cofundadora de la URSS junto con Rusia, Ucrania y Bielorrusia), formada por Georgia, Azerbaiyán y Armenia (hoy tres Estados independientes). Los mapas en Europa cambiaron en los años treinta en gran parte debido a la ambición de Hitler y Stalin, se reformatearon de nuevo a resultas de la Segunda Guerra Mundial y volvieron a alterarse con la reunificación alemana y la desintegración de Yugoslavia. A lo largo de los años, además, la misma URSS experimentó reestructuraciones internas en beneficio de una u otra república por motivos políticos y económicos cambiantes. Cuando estos recortes eran solo traspasos administrativos, Rusia recibió tierras de Ucrania y viceversa.

En los noventa y sobre el telón de fondo de la sangrienta desintegración de Yugoslavia, se llegó a valorar con alivio el carácter relativamente pacífico del fin de la URSS, si se exceptúan las víctimas de varios conflictos aún abiertos (Abjasia, Osetia del Sur, el Alto Karabaj y el Transdniéster). Pero a la vista de las dos guerras en Chechenia y los nuevos conflictos abiertos en 2014 (la anexión de Crimea por Rusia y el apoyo de Moscú al secesionismo en el Este de Ucrania) el alivio tal vez fue prematuro. Putin ve a Ucrania como un país sometido a una “dirección exterior directa” de EE UU y la UE. “Nunca permitiremos que sean utilizados contra Rusia nuestros territorios históricos y la gente que allí reside y que nos es próxima”, escribe. “Y a los que lo intenten quiero decirles que de este modo van a destruir su país”. “Estoy convencido de que la auténtica soberanía de Ucrania es posible precisamente en asociación con Rusia”, señala en su artículo.

Las palabras del presidente son objeto de diversas interpretaciones. Unos las consideran el fundamento ideológico de una acción futura y exhortan a estar preparado para una continuación del proyecto expansionista del Kremlin. Otros las ven como un ejercicio de retórica. Sin embargo, es tal la obsesión de Putin por Ucrania y tal la falta de respeto por aquel Estado, sus dirigentes y sus ciudadanos que cierto modo uno llega a sentirse espectador de una peculiar versión de Carmen, la ópera de Bizet, en la que a Putin le correspondería el papel de don José y a Ucrania el de la cigarrera amante de la libertad.

La política exterior de Moscú ha dado un giro copernicano desde que se desintegró la URSS. La última versión de la estrategia de seguridad de Rusia, firmada por Putin el pasado 2 de julio, proclama un Estado independiente y soberano, que aspira a la autosuficiencia y que apela con énfasis a la unidad nacional y a los “valores espirituales y morales tradicionales rusos” para enfrentarse a los enemigos que supuestamente lo rodean y la penetran. En el documento no hay referencia a la diversidad de culturas, de pueblos y de lenguas que enriquecen a Rusia, pues la diversidad es tratada como un punto débil que es aprovechado por los enemigos (Estados Unidos y sus aliados, corporaciones transnacionales, organizaciones no gubernamentales, religiosas, extremistas y terroristas) para socavar las “tradicionales convicciones de los pueblos de la Federación Rusa”. En la Comunidad de Estados Independientes “algunos países” inspiran “procesos desintegradores” para destruir las relaciones de Rusia con sus aliados tradicionales y “aumenta el peligro de conflictos armados en guerras locales y regionales, también con participación de potencias nucleares”, señala la estrategia.

El lenguaje oficial de Rusia hoy está en las antípodas del que emplearon los líderes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania en los documentos que pusieron fin a la URSS. Hace 30 años en los bosques bielorrusos, aquellos dirigentes manifestaban su intención de “construir Estados democráticos de derecho” y de “respetar su integridad territorial y sus fronteras”. Hablaban del “derecho inalienable a la autodeterminación”, de “la renuncia al uso de la fuerza”. Querían contribuir a “la expresión, preservación y desarrollo de la identidad étnica, cultural, lingüística y religiosas de las minorías nacionales que poblaban sus territorios y las regiones etnoculturales establecidas”. Además de garantizar la inviolabilidad y también la apertura de sus fronteras, aquellos líderes eslavos aspiraban a rebajar los gastos militares, a “liquidar todos los armamentos nucleares” y a un “amplio desarme bajo control internacional” y se proponían coordinar su política exterior y militar con un proyecto abierto a otros países, hubieran sido o no integrantes de la URSS. El acuerdo de Bielorrusia fue votado en los tres Parlamentos eslavos y en Rusia logró 188 votos a favor, seis en contra y siete abstenciones (de un total de 247 diputados) el 12 de diciembre de 1991. Unos días más tarde, el 21 de diciembre, en Alma-Atá 11 países (los tres eslavos más otras ocho repúblicas exsoviéticas) se comprometían a no ser los primeros en emplear el arma nuclear y reiteraban su compromiso de respeto a las libertades, incluidos los derechos de las minorías nacionales.

Eso fue hace 30 años. Los motivos por los que la realidad fue por otro camino no se dan en términos de conjura antirusa, sino como producto de múltiples acciones y reacciones (algunas más contundentes que otras) que han ido tejiendo espesas y enmarañadas redes en el espacio post soviético. Esperemos que, mientras tratamos de analizarlos, a Putin no se le ocurra poner en escena su propia versión de Carmen respecto a Ucrania, para decir después “la maté porque era mía”.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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