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Napoleón, carretera y mármol

Un viaje entre la Costa Azul y París por la ruta que el emperador emprendió en marzo de 1815 para reconquistar fugazmente el poder tras su exilio en la isla de Elba. A los 200 años de su muerte, y pese a sus sombras, el ‘ogro corso’ ocupa un lugar central en la identidad francesa

Daniel Mathieux, vestido con atuendos de la época de Napoleón en la playa de Golfo-Juan.
Daniel Mathieux, vestido con atuendos de la época de Napoleón en la playa de Golfo-Juan.David Expósito
Marc Bassets

No hay que insistir mucho para que un francés se ponga a hablar de Napoleón Bonaparte. En la barra de Chez François, una taberna a las afueras de Laffrey, un pueblo de medio millar de habitantes en los Alpes, la discusión se enciende rápido. “Es un dictador”, sentencia Michel-Joseph, jubilado de la compañía telefónica. Alain, quien trabajó en la construcción, sonríe: “Déjalo tranquilo. Solo mató a veinte millones de personas”. Y subraya: “Solo”. En realidad, la cifra es muy inferior. El tercero, Michel, asiste callado al diálogo.

Después hablan del presidente Emmanuel Macron: otro “dictador”, dicen. En las elecciones presidenciales de 2022, Alain y Michel votarán a Marine Le Pen, candidata de la extrema derecha; Michel-Joseph, no. “Soy de izquierdas”, afirma. Ni hablar de vacunarse contra la covid-19, no se fían: en eso, los tres coinciden.

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Al cruzar la puerta, un camino conduce a una pradera. Sobre un promontorio, se eleva una estatua ecuestre, protegida por una valla y vigilada por cámaras. Como si alguien fuese a derribarla o el jinete pudiese escaparse. Es Napoleón. El general y el cónsul; el dictador, el Emperador de los franceses. El hombre que conquistó Europa y la perdió, el que dejó un reguero de sangre, pero también leyes y decretos que crearon las administraciones modernas.

Este es un viaje de casi 900 kilómetros tras los pasos de lo que la mitología napoleónica llama el vuelo del águila: el desembarco en la costa mediterránea, el 1 de marzo de 1815, después de 300 días de exilio en la isla de Elba, y la prodigiosa reconquista del poder en París el 20 del mismo mes. “La invasión de un país por un solo hombre”, resumiría Chateaubriand. Thierry Lenz, historiador y director de la Fundación Napoleón, dice: “Hay algo de milagro, aunque no dejó nada al azar en los preparativos”.

Él iba a caballo y muchos de sus soldados —un millar al principio, más a medida que se acercaban a la capital— a pie; los enviados de EL PAÍS viajan en automóvil. Ellos tardaron 20 días; nosotros, cuatro. Él se desplazó por una Francia preindustrial con comunicaciones precarias; nosotros atravesamos un país que intenta superar una pandemia: campo y ciudad, montaña y llano, la Francia vacía y la superpoblada.

Agnès Mathieux, vestida con atuendos de la época de Napoleón en la playa de Golfo-Juan.
Agnès Mathieux, vestida con atuendos de la época de Napoleón en la playa de Golfo-Juan.David Expósito

Napoleón: ausente y a la vez presente durante el trayecto. Legendario y remoto, pero en la Francia de 2021 nunca está muy lejos. Héroe, criminal. Ensalzado 200 años después de su muerte, pero nunca seguro de su lugar en la historia. “Aquí llega el Emperador”, anuncia una mujer sentada en una terraza del paseo marítimo de Golfe-Juan, pueblo turístico entre Niza y Cannes donde empieza el periplo. Por delante acaba de pasar un tipo vestido de época: el bicornio, la casaca, las medallas.

A unos metros, en lo que ahora es una playa con familias y jubilados bajo sombrillas o al sol, desembarcó Napoleón con sus fieles. Y proclamó: “El águila, con los colores nacionales, volará de campanario en campanario hasta las torres de Nôtre Dame”. La temperatura se acerca a los 30 grados, los rayos caen en vertical y el hombre vestido de época y su esposa, también de época, resisten al calor y la humedad de la Costa Azul.

Se llaman Agnès y Daniel Mathieux. Él, exmilitar y exempleado de France Télécom, el antiguo monopolio de las telecomunicaciones. Ella fue azafata de Air France y durante años habitual de los vuelos del Concorde. Ambos son aficionados a las reconstrucciones históricas. Gastan miles de euros en los trajes, reconstruyen batallas, conmemoran efemérides.

En contra de lo que creía la mujer de la terraza, él no interpreta a Napoleón. Se presenta: “Soy el coronel barón Antoine Darnay de la Perrière, director general de los Correos de Italia”. Y ella: “Y yo, la baronesa Adelaïde Soukanye de Landevoisin”. Lo dicen con convicción y señalan que lo suyo no es disfrazarse. Ellos estudian la historia. La veneran. Explica Mathieux: “Napoleón es la grandeur de Francia. Y lo admiro como estratega militar. Pero el Napoleón que prefiero es el que creó el Código Civil, el bachillerato, el Consejo de Estado. En pocos años dio a Francia instituciones que todavía existen y que además fueron imitadas en todo el mundo”. Y añade: “Al ponernos aquellos vestidos, soñamos con ser un poco como ellos”.

En Golfe-Juan arranca la carretera que sigue el mismo camino que Napoleón y sus hombres siguieron en una marcha agotadora por los Alpes, por caminos nevados y abruptos, pero que evitaban las rutas más transitadas y las regiones favorables a Luis XVIII, el Borbón que ocupaba el trono.

Detrás de cada montaña seca y despoblada, otra igual, y otra. A mil metros de altura cae un aguacero. Graniza. Cada pueblo posee su leyenda. Aquí comió una tortilla; por este barranco cayó una mula con un tesoro. Y allí un monumento en honor a su pasaje fugaz, o el árbol bajo el que descansó. Incluso el muro en el que orinó.

“Pasó y meó”

“Eishi Lou 5 de Mars 1815, Napoléon 1é P. P”. La frase, en el muro de una casa de piedra a la salida de un pueblo de 1.600 habitantes llamado Volonne, está inscrita en provenzal, y se ha interpretado como una conmemoración del punto exacto donde Napoleón, literalmente, “pasó y meó”. Jean-François Popielski, concejal en Volonne y apasionado por su historia, desconfía de esta versión. “Cuando se dice que meó”, reflexiona, “puede haber varias interpretaciones. La primera es que es un hombre como los demás. La segunda es que se burlan de él”. Napoleón, como toda figura semidivina o luciferina, tiene sus leyendas y sus reliquias, su culto. Y su peregrinaje.

"Napoléon paró aquí. ¿Por qué no usted?”, se lee en este cartel de bienvenida a la entrada de la localidad de Malijai, en la región de Provenza.
"Napoléon paró aquí. ¿Por qué no usted?”, se lee en este cartel de bienvenida a la entrada de la localidad de Malijai, en la región de Provenza.David Expósito

A la conversación con Popielski se une Rémy Bourdon, joven profesor de historia en un instituto cerca de Dijon y especialista en Napoleón, a quien consagró una tesina sobre sus leyendas dorada y negra en torno al vuelo del águila. Y decidió pasar de la teoría a la práctica y recorrer a pie el camino entre Golfe-Juan y Grenoble.

“Hay quien hace el camino de Santiago, pero yo no soy particularmente creyente”, dice Bourdon mientras hace un alto en su camino. “Como esto lo había estudiado en los libros del derecho y del revés, tenía ganas de verlo con mis ojos”. Salió de Golfe-Juan el 15 de julio, camina entre 20 y 30 kilómetros diarios, cada dos días se toma uno de descanso, y prevé alcanzar Grenoble el 11 de agosto. “Lo difícil no son las cuestas”, confiesa. “Lo difícil es cruzar un pueblo y ver a la gente comiendo helados en las terrazas”.

Dos días después de Volonne, Napoleón llegó a la pradera de Laffrey. Se topó con las tropas del rey. El automovilista contemporáneo, si se despista, pasa de largo. La pradera es más modesta de lo imaginado. Si no fuese por la estatua se olvidaría de que aquí “se decidió el destino de la empresa más novelesca y más bella de los tiempos modernos”, como escribiría Stendhal. Es una escena de Hollywood, pero testimonios de época y varios historiadores concurren: sucedió tal cual. Napoleón bajó del caballo. A pie y desarmado, se acercó a los soldados que tenían órdenes de impedirle el paso. “Soy yo”, les dijo. “Reconózcanme”. Avanzó unos pasos. “Si entre ustedes algún soldado quiere matar a su emperador”, continuó, “adelante”. Silencio. Unos segundos después, los soldados soltaron los fusiles y estallaron en un júbilo: “¡Viva el Emperador!”.

Estatua de Napoleón en Laffrey, donde se enfrentó a los soldados del ejército real, a los que convenció para que se aliaran con él sin derramar una gota de sangre.
Estatua de Napoleón en Laffrey, donde se enfrentó a los soldados del ejército real, a los que convenció para que se aliaran con él sin derramar una gota de sangre.David Expósito


Dice la leyenda —otra— que los titulares en París empezaron a cambiar ahí. Al salir de Elba advertían: “El antropófago ha salido de su guarida”. Al llegar a París celebraban: “Su Majestad Imperial y Real ha entrado en su castillo en medio de sus fieles súbditos”. El ogro se había metamorfoseado en águila.

A partir de ahí, no paró de sumar adhesiones. Ya nada lo frenó. Luis XVIII había enviado al mariscal Ney, antiguo compinche de Napoleón, a pararle los pies, y Ney prometió traerlo “en una jaula de hierro”. Pronto concluyó que “no se puede detener el agua del mar con las manos”.

Entrada a Volonne, pueblo donde se dice que Napoleón paró para mear en su camino hasta París.
Entrada a Volonne, pueblo donde se dice que Napoleón paró para mear en su camino hasta París. David Expósito

En Grenoble, la primera ciudad tras el encuentro en Laffrey, la ruta se convierte en una autopista. Se acabaron las carreteras serpenteantes, los picos y las simas; el paisaje se vuelve indistinto: estaciones de servicio, camiones, peajes.

Pasado Lyon, hay que tomar carreteras secundarias para seguir exactamente el itinerario del águila. Pueblos con catedral donde nunca pasa nada. Turistas alemanes u holandeses perdidos en el dédalo de calles céntricas, llenas de día y sin un alma al atardecer. Rincones donde el tiempo se detuvo hace décadas. “Pequeñas ciudades donde uno descubre un país (…) la verdadera Francia”, escribió el estadounidense James Salter, quien ubicó una novela suya en uno de estos pueblos, Autun.

En la novela, los amantes se citaban en el Saint-Louis et de la Poste de Autun, cerrado desde hace años a cal y canto, con una lista de precios del año 2012 en la fachada. Por la puerta se vislumbra la recepción polvorienta, el patio interior. No es posible visitar la habitación donde Napoleón se hospedó el 15 de marzo de 1815. “No estoy en Autun”, explica por teléfono un responsable de la empresa propietaria, “y la persona que podría abrirle el hotel, tampoco”.

Rémy Bourdon, un joven que realiza el camino desde Golfe-Juan hasta Grenoble siguiendo la ruta de Napoleón.
Rémy Bourdon, un joven que realiza el camino desde Golfe-Juan hasta Grenoble siguiendo la ruta de Napoleón.David Expósito

Auxerre, Sens, Fontainebleau: en el tramo final, las etapas son nombres en los paneles de las autopistas. Cuando Napoleón entró en París, por el extrarradio sur, la banlieue, Luis XVIII ya había dado la espantada. El historiador monárquico Jacques Bainville describió en una biografía de 1831 “la entrada mágica y milagrosa en estas Tullerías en las que Napoleón triunfa, hombre no solo extraordinario, sino sobrenatural”. Y citó un testimonio: “Creí asistir a la resurrección de Cristo”.

En 20 días, sin verter una gota de sangre, había recuperado el trono y había fundado un mito que los líderes franceses posteriores han soñado con emular, a veces con éxito como el general de Gaulle: el joven audaz que, junto a un puñado de insensatos, llega a la cúspide; el hombre providencial que, tras un exilio, regresa para salvar al país.

Siempre vuelve

La entrada en París, sin embargo, no fue el fin de la historia. Los Cien Días, paréntesis que había comenzado con el viaje desde Golfe-Juan, terminaron con el derrumbe de Waterloo y el destierro en la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico. Murió el 5 de mayo de 1821. Tenía 51 años.

Pero Napoleón, el hombre que no paraba quieto, siempre vuelve. En 1840 sus restos fueron repatriados a París y ahora reposan en el complejo militar de los Inválidos. Su tumba es la más imponente de París y de Francia. Quizá de Europa.

Tumba de Napoleón en el complejo de los Inválidos de París.
Tumba de Napoleón en el complejo de los Inválidos de París.David Expósito

“Tenemos, en el corazón de París, la tumba de un dictador financiada por un Estado que se dice democrático”, denuncia Louis-George Tin, presidente del Consejo representativo de las asociaciones negras en Francia. “Napoleón fue autor de tres crímenes. Un crimen político en Francia, un golpe de Estado: fue un dictador. Crímenes de guerra en Europa, desde España a Rusia. Y un crimen contra la humanidad en las colonias, donde restableció la esclavitud”.

Francia, según Tin, debería aprender del ejemplo de España al sacar a Franco del Valle de los Caídos. No es aventurado decir que no sucederá en un tiempo próximo. En mayo, al conmemorar el bicentenario de su muerte, Macron pidió “no ceder ante la tentación de un proceso anacrónico que consistiría en juzgar el pasado con las leyes del presente”. Y declaró: “Napoleón Bonaparte forma parte de nosotros”.

El viaje termina ante el sarcófago y bajo la cúpula dorada. Hace falta, para entrar, el certificado sanitario. No hay colas y los pocos visitantes son ingleses, españoles, alemanes; se oye poco hablar francés.

Él está y no está. Es la arena en Golfe-Juan y los oropeles en París; la carretera y el mármol. Está en el centro de todo y es invisible entre estatuas que conmemoran sus gestas en los Inválidos, un templo nacional, el equivalente francés al memorial de Lincoln en Washington, o un mausoleo como el de Lenin en Moscú, el de Mao en Pekín. Nada lo moverá.

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Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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